La tormenta E-12 y líneas concretas para salir de la vulnerabilidad
La tormenta E-12...
Lo que parecía un invierno normal cambió radicalmente en octubre con la
tormenta E-12, que si bien impactó directamente en Guatemala, permaneció
sobre nuestro territorio del 11 al 19 de este mes, ocasionando 32
fallecidos, más de 50 mil evacuados, puentes colapsados, deslizamientos
de tierra, ríos desbordados, inundaciones en el 85% (2,000 km2)
de la costa del océano pacífico y un millón de personas afectadas.(...)
La historia de desastres en el país es abundante. Antes del desastre
ocasionado por el huracán Ida en noviembre de 2009 (principalmente en el
valle del Jiboa, donde fallecieron 200 personas), el país fue impactado
por una sequía que dejó pérdidas estimadas en casi 30 millones de
dólares y activó la ayuda del Programa Mundial de Alimentos. Luego, en
enero de 2010, entró un frente frío que ocasionó daños menores. En marzo
y abril de ese año, se desató una epidemia de dengue clásico y
hemorrágico que dejó más de 1,700 casos. A ese historial se sumó la
tormenta E-12, cuyos daños económicos estarán arriba de los 500 millones
de dólares. Es de recalcar que los desastres de origen
hidrometeorológico y los debidos a la contaminación ambiental han sido
los más graves en la última década. Por ejemplo, la epidemia de dengue
de 2003 dejó un saldo de 315 fallecidos y más de 50,000 personas
afectadas.
Las implicaciones económicas de los desastres en el país han sido
analizadas con anterioridad por el PNUD. Así, ya en el año 2000 (y sin
contabilizar los daños ocasionados por los terremotos de 2001), se
estimaba que El Salvador tenía un promedio de $139 millones de pérdidas
anuales por grandes desastres, lo que hace suponer que a la fecha esta
cifra rondará los $200 millones. También para el año 2000 se estimaba
que el índice de déficit por desastre (IDD) es de aproximadamente 3; es
decir, de darse el mayor desastre en el país, este excedería en tres
veces la capacidad económica del Gobierno para hacerle frente. Y por
capacidad económica se entiende lo que el Gobierno podría conseguir en
financiamiento a la hora de un desastre, a través de pagos de seguros,
reservas de fondos disponibles para atender desastres, créditos externos
e internos, entre otros. Sin duda, por el estado actual de las finanzas
públicas del país, dados los limitados ingresos tributarios y el nivel
de endeudamiento, el IDD es mucho mayor que el calculado en 2000.
Pese a las dificultades económicas y un nivel de endeudamiento que
supera el 50% del PIB, el Gobierno logró en 2010 negociar un crédito de
contingencia de $50 millones con el Banco Mundial para atender los
desastres. Según informó el presidente Mauricio Funes recientemente, la
mitad ($25 millones) de este dinero ya está disponible para iniciar la
reconstrucción. A esto hay que agregar el limitado fondo de $4 millones
(conocido como FOPROMID) que para atender desastres se establece
anualmente en el Presupuesto del país. Dada la magnitud del desastre, se
quedan muy cortos los recursos nacionales disponibles para hacerle
frente. Por ello el Gobierno ha decretado estado de calamidad: le
permitirá solicitar ayuda internacional.
En términos generales, el Ejecutivo ha realizado un trabajo acertado y
ha cumplido con los compromisos internacionales adquiridos hace cinco
años en el Marco de Acción de Hyogo,
principalmente en lo que respecta a mejorar los sistemas de alerta
temprana y la preparación y respuesta ante emergencias. Sin embargo,
tiene problemas para abordar los factores subyacentes al riesgo: la
planificación adecuada del desarrollo urbano y rural, la reducción de la
vulnerabilidad de la población y la recuperación de ecosistemas en
deterioro. En la gestión de riesgos de desastre, el Gobierno no solo
actúa de manera lenta, sino sin visión de largo plazo. Muestra de ello
es el atraso en la promulgación de leyes importantes tales como la Ley
de Protección Civil, Prevención y Mitigación de Desastres, que entró en
funcionamiento hasta 2005, y la Ley de Ordenamiento y Desarrollo Territorial,que si bien fue aprobada en julio de 2011, entrará en vigencia hasta el 30 de julio de 2012.
Uno de los retos fundamentales del país es qué hacer en los próximos
años en el tema de gestión de riesgos de desastre. Para ello, el
Gobierno dispone de al menos tres vías de acción: cumplir con las
recomendaciones del Marco de Acción de Hyogo; cumplir las
recomendaciones del Informe de evaluación global sobre la reducción del riesgo a desastre 2011, de Naciones Unidas (conocido como GAR); y darle vida a la recién aprobada (junio de 2010) Política Centroamericana de Gestión Integral de Riesgo de Desastres
. Esta establece en detalle los siguientes ejes de trabajo: para el
desarrollo económico sostenible, reducción del riesgo de desastres de la
inversión; desarrollo y compensación social para reducir la
vulnerabilidad; ambiente y cambio climático; gestión territorial,
gobernabilidad y gobernanza; y gestión de los desastres y recuperación.
De igual forma, el GAR establece tres elementos claves: asumir la
responsabilidad del riesgo; integrar la gestión del riesgo de desastre
en los instrumentos y mecanismos de desarrollo existentes; y construir
capacidades relativas a la gobernanza del riesgo. Sobre esto último, el
GAR le sugiere a los Gobiernos que eleven a rango de ministerios a las
instituciones a cargo de la gestión de riesgos de desastre, de tal forma
que se asegure la coherencia y sostenibilidad de las políticas públicas
en este tema a largo plazo. Al respecto, el Gobierno salvadoreño dio un
pequeño avance en esta dirección con la creación de la Secretaría de
Vulnerabilidad.
Como se puede apreciar, el qué hacer ya está bastante definido. Ahora
es momento de definir cómo proceder, y esto requiere de un sistema
político que —desde el compromiso con el bien común— llegue ágilmente a
acuerdos fiscales que permitan aumentar el gasto social, y así hacer más
resiliente a la población frente a los desastres.
... y algunas líneas concretas para salir de la vulnerabilidad
(...)Hay algunos temas que
los salvadoreños tenemos que asumir y discutir en torno a nuestra
realidad vulnerable, para poder llegar, cuanto antes, a verdaderos
acuerdos de nación.
Seguimos deforestando el país a un ritmo superior al que repoblamos
zonas vulnerables. Todavía se autoriza construir en zonas de ladera que
contribuyen a que las correntadas de agua se vuelvan más violentas en su
recorrido hacia el centro de zonas urbanas. La deforestación tiene que
terminar y cierto tipo de construcciones de lujo en laderas cercanas a
concentraciones humanas debe detenerse. Por otra parte, la pobreza
obliga a muchos compatriotas a utilizar la leña en sus hogares y
pequeños negocios. Es necesario apoyar desde el Estado alternativas de
otras fuentes de energía sin dañar la economía de los pobres y
contribuyendo a frenar el exceso de tala para leña.
Debemos proteger a las personas que viven en tierras productivas,
como las del Bajo Lempa, de un modo prioritario. No puede ser que cada
vez que llueve en exceso estos salvadoreños, que buscan producir para el
país y que sobreviven en medio de grandes dificultades económicas,
queden tan expuestos y olvidados. No puede ser que digamos que la mayor
riqueza de El Salvador es su gente y que casi todos los años veamos a
nuestros hermanos de zonas en riesgo sufriendo las mismas desgracias.
La infraestructura que se construya de ahora en adelante debe tener
en cuenta nuestra vulnerabilidad. No solo puentes, carreteras, bordos de
ríos, sino escuelas, lugares públicos que pueden paliar situaciones de
desastre, deben ser planificados con la mayor garantía posible de
resistencia al desastre, de cualquier tipo que este sea. Hay que
garantizar que nuestra población no quede aislada en ningún momento. Las
vías o modos de acceso a lugares en riesgo deben priorizarse tanto en
su planificación como en su construcción. Somos un país pequeño,
superpoblado, y la tarea no debería ser imposible.
Debe ofrecérsele vivienda digna a todos los salvadoreños.
Especialmente, los que viven al lado de las quebradas urbanas o de
cárcavas no previstas, siempre en riesgo, deben ser trasladados. Pero no
a lugares lejanos a sus fuentes de trabajo. Si viven en quebradas es
porque la pobreza les obliga a vivir cerca de donde pueden obtener
alguna posibilidad de desarrollo y oportunidades. El Estado debería
contemplar incluso expropiaciones de tierra urbana para este tipo de
proyectos, construyendo edificios multifamiliares y facilitando el
acceso a los mismos para quienes viven en lugares marginales.
Es cierto que todo esto cuesta dinero. Pero también es cierto que
tanto el Estado como los sectores pudientes de El Salvador gastan
demasiado dinero en actividades, e incluso lujos, que no son
prioritarios si se les compara con las urgencias que sufren nuestros
hermanos en pobreza. Las discusiones sobre impuestos son al fin de
cuentas discusiones sobre lo que deben aportar al desarrollo quienes
tienen más y han alcanzado un nivel de bienestar alto en parte gracias a
su iniciativa y capacidad personal, pero también en muy buena medida
gracias al trabajo, sudor y esfuerzo productivo de todos los
salvadoreños. En ese contexto, tanto la austeridad del Estado como la
mayor aportación de quienes tienen más se vuelven exigencias éticas
indeclinables. Comenzar a actuar es necesario si no queremos ver, año
tras año, cómo la creciente vulnerabilidad destroza toda posibilidad de
desarrollo en nuestro país. O hacemos un esfuerzo común por vencer la
pobreza, o la violencia, el desasosiego, la frustración y la falta de
cohesión social seguirán siendo plagas que se unirán, destructivamente, a
nuestra propia vulnerabilidad.
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