Al anochecer, cuando el trabajo del día ha culminado, las calles permanecen silenciosas. Ya no está la bulla de niños y niñas, muchachos y muchachas, jugando en la cancha de baloncesto iluminada con cuatro potentes focos. Los jóvenes, varones, que platicaban a estas horas de anochecer junto al viejo tanque de agua, traído de Nicaragua hace veintiún años, en una esquina del parque, tampoco se sientan en sus gradas. Apenas alguna persona transita de aquí para allá en esas horas propicias para la convivencia comunal. Los vecinos dejaron de salir a la puerta de entrada al patio y vivienda. Y ni siquiera hay alguna pareja jovencita furtiva en algún lugar más apartado y oscuro. Ni las televisiones suenan con sus inacabables telenovelas o sus noticieros camuflando su ideología capitalista. Apenas una par de casas han adornado este año sus paredes con lucecitas navideñas. Casi nada se mueve en este tiempo de diciembre. Ni siquiera los perros salen a ladrar a las puertas de las casas de sus dueños, ni, menos, a las calles, como cuando se juntaban a ladrar, latiendo fuerte un grupo de ellos, al paso de cualquier viandante cercano en esas horas nocturnas. Ni en la tienda de la Besfalia –así, como suena- se reúnen ya para jugar cartas o a la maquinita tragamonedas o a las grandes pláticas de final del día esos hombres que han creado su centro social popular en esa esquina por la entrada a la comunidad. Los focos o lámparas públicos, colgados en los altos postes de las calles, permanecen oscuros en su mayoría, sin encenderse, fregados por la reciente superinundación, que nos ha quebrado hasta la comunicación humana existente, diurna y nocturna.
La llena ha barrido todo. Ha limpiado nuestras almas hasta de la fina sonrisa irónica que caracteriza las relaciones informales comunitarias. Los saludos son amables, cortos, serios. Las pláticas de esto y de lo otro, breves, en pequeños círculos, aisladas. Algunos de los primeros en llegar piensan reunir a los miembros “fundadores” de la comunidad para replantear nuestra existencia aquí.
Nada en las calles. Silencio.
El silencio nos rodea ahora aquí. Es un silencio meditativo. Profundo. Humano y humanizante. Moderador de toda pretensión. Pacífico y pacificador. Purificador también.
No puedo menos que contrastarlo con la algarabía provocada cada día por la acaparación financiera internacional.
Me quedo con esto. Con nuestro ser humano débil y solidario. Con el espíritu de seguir adelante pase lo que pase. Con el afán de superación de los jóvenes, desde quienes se reúnen en una casa en círculos de alfabetización hasta quienes van a la universidad todos los sábados, desde quienes se acompañan o se casan formal hasta quienes echan horas de trabajo voluntario para celebrar una navidad más linda y participada, con belenes grandes naturales y pastorelas y posadas. Desde los adultos mayores –ahorita llaman así a los ancianos de toda la vida- que se reúnen para una charla para la autoestima, hasta las niñas y niños que recogen un juguete que les han traído. Desde los amigos y amigas que conviven con nosotros en la distancia geográfica hasta los agentes de instituciones y organizaciones que posibilitan una vida más digna en nuestros ambientes campesinos empobrecidos.
Humano y humanizante. Así es nuestro silencio hoy en el Bajo Lempa usuluteco. Así es nuestro silencio hoy tras la gran llena de octubre y ante la llegada de la navidad 2011, en pleno diciembre tropical.
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